miércoles, 14 de septiembre de 2011

Exportar más y mejor comida para todos

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Acerca del Plan Estratégico Agroalimentario y Agroindustrial (PEAA)

Exportar más y mejor comida para todos

Publicado el 14 de Septiembre de 2011

Argentina sostiene que la solución al problema planteado por la volatilidad de los valores en el mercado de alimentos no depende de las regulaciones de precios, sino de un aumento global de la producción.
 
El título de hoy puede ser interpretado como constatación de una realidad pero también como propuesta. Aunque en rigor de verdad apunta en ambas direcciones, porque sobran las cifras y las estadísticas que confirman la primera lectura, como así también los anuncios y las puestas en marcha de políticas públicas que avalan la segunda.
Voy a obviar toda información sobre lo logrado, no me alcanzaría el espacio de esta página para referirme a ello; y además el lector puede apelar a las coberturas económicas de este y de otros medios periodísticos que, a contramano simple y sencilla de la corporación oligopólica de la palabra, vienen dando cuenta día a día de lo realizado por el gobierno nacional en tópicos que hacen a sus intervenciones en materia de producción y distribución social de la riqueza. Sí, en cambio, aspiro a reflexionar en voz alta, o mejor dicho por escrito, y compartir con ustedes algunas ideas en torno a una posibilidad más que cierta, o por lo menos a una vocación de la cual sobran pruebas, y que consiste en que nuestro país siga avanzando como productor-exportador agroindustrial, y además consolide el modelo inclusivo que, en este caso particular, podría nominarse “más y mejor comida para todos”.
A ello apunta el recientemente anunciado Plan Estratégico Agroalimentario y Agroindustrial (PEAA), al que deberá sumarse una nueva ley de tierras, conforme el impulso dado a ese proyecto por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Se trata del núcleo duro de una decisión estratégica para posicionar el aparato productivo nacional en zona de preferencias como exportador, y abonar el camino hacia una transformación del paradigma agroindustrial, que aun tiene la deuda de apartarse del diseño neoliberal, para pasar a ser un componente más y en sintonía general del programa estructural que comenzó a plasmarse en 2003.
Efectivamente, ese núcleo duro deberá revertir el régimen de propiedad y tenencia de nuestros suelos, continentes de toda la gama de recursos naturales codiciados por las economía centrales –también por algunas ya no emergentes, por su acto y potencia, como la de los chinos, quienes deberán tomar nota de que sus actuales y futuras inversiones en Argentina tienen que inscribirse en el marco del bienestar para los argentinos–, y diversificar la producción agrícola, apartándose de la dictadura que imponen el modelo extractivo del monocultivo sojero y los dislates especulativos del mercado internacional de commodities.
En ese sentido vienen trabajando desde hace varios años distintas organizaciones sociales del campo y  ámbitos del mundo académico, como la Cátedra Libre Soberanía Alimentaria de la Universidad Nacional de La Plata, que propugna un tablero productivo que controvierta los intereses de las grandes corporaciones transnacionales, dueñas del llamado paquete tecnológico; respetuoso del medio ambiente, del carácter público de los recursos, y de los derechos y saberes del pueblo campesino e indígena.
Y es ese mismo contexto, más el de la necesidad de cortarle el paso a las políticas proteccionistas de Francia, y en general de la Unión Europea y Estados Unidos, el que explica la intervención que por estas horas despliega el ministro de Agricultura, Julián Domínguez, en Estambul, la capital turca. Allí tiene lugar un seminario del Grupo de los 20 (G-20)  sobre mercados agrícolas.
“La pobreza y la injusta distribución de la riqueza es la causa del hambre en el mundo; no el aumento de precios de los commodities”, dijo Domínguez, tras dejar en claro que, como los integrantes del BRIC (Brasil, Rusia, India y China), Argentina sostiene que la solución al problema planteado por la volatilidad de los valores en el mercado de alimentos no depende de las regulaciones de precios, propuestas por París a fines de junio pasado, sino de un aumento global de la producción. “El principal riesgo en la economía global no pasa por los aumentos de los precios (de los commodities) ni por el sobrecalentamiento de las economías emergentes. El problema es la caída del producto global y la posibilidad cada vez más concreta de un largo período de crecimiento estancado en los países desarrollados”, destacó el ministro argentino.
Lo que subyace en este debate, ahora señalado en forma especial por nuestro país en los foros internacionales, es la tradición de las naciones centrales, productoras y exportadoras agropecuarias, a la hora de proteger sus propias economías, en desmedro de los competidores, sobre todo de aquellos provenientes de las denominadas áreas emergentes. Esa fue la historia profunda del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio o General Agreement on Tariffs and Trade, en inglés), creado en 1947, en La Habana, como instituto mundial de regulación de mercados al servicio de la facción dominante del bloque hegemónico surgido tras la II Guerra Mundial, léase Estados Unidos, y es el presente de la OMC (Organización Mundial de Comercio), fundada el 1 de enero de 1995, después de los reiterados fracasos de la Ronda Uruguay del GATT en material agrícola y textil, negociaciones en las cuales los países en desarrollo o dependientes se negaron a las imposiciones proteccionistas de Europa y Washington.
La lectura del mundo y el consecuente posicionamiento de la Argentina en el seminario turco del G-20 deben ser interpretados en el marco del escenario actual, de crisis profunda para el mundo hegemónico, en el que, en una batalla ya vieja, el dólar se enfrenta a muerte con el euro; a la vez que sus actores predominantes –estados centrales, entidades financieras internacionales y corporaciones privadas– intentan, una vez más, que los platos rotos los paguen otros, es decir nosotros, latinoamericanos, asiáticos y africanos.
Y no es casual ni obra del espíritu santo que el gobierno nacional pueda llevar adelante esas posiciones, en principio en fina sintonía con sus socios estratégicos actuales y futuros. El éxito de sus políticas de crecimiento económico con inclusión social, reconocidas incluso por sectores y voces internacionales que lejos están de los intereses populares de esta parte del mundo, habilitan a la Argentina a constituirse en actor destacado de un debate en el cual nadie es ingenuo; ni ellos ni nosotros: las economías centrales buscan una salida a la crisis, transfiriendo costos y de paso con vocación para consolidar sus posiciones de dominio; y las nuestras, decididas a que este siglo XXI las encuentre cada vez más integradas y soberanas, cada vez menos dependientes.
Una especie de larga marcha tantas veces reemprendida y tantas otras interrumpida a la fuerza, por conspiraciones, golpes de mercado y terrorismos de Estado. Pero esta vez, si no nos equivocamos, será otro el gallo que cante en este país, con el nunca menos y siempre más justicia social, democracia e independencia económica; y que de paso allá en Estambul o en Bonn o París, que se vayan enterando que octubre está cerca. Hasta la semana que viene.

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